Cuantas veces hemos jugado ajedrez sin ponernos a pensar en el rol fundamental que cada una de las piezas desarrolla y en su importancia sin que esta sea necesaria y en absoluto lógica...
Gus Van Sant es un director distinto, carcelero o tan sólo simplemente un ojo en la realidad que muchas veces pasamos por desapercibida sin notar y sin saber que está ahí. “Elephant” es una película completa e incompleta al mismo tiempo. Son 81’ minutos de seguimiento y observación. Una escuela en Estados Unidos está siendo observada por una cámara impecable, una cámara que sigue a personajes que se entrecruzan el uno con el otro, personajes que tratan de cumplir su rol de “soy normal”, o de “soy diferente y no tonto, ni estupido”. Una película que narra los acontecimientos anteriores a una masacre en el instituto Columbine por unos estudiantes “subordinados” por los demás. Esta historia es real y la frialdad con la que Van Sant nos lo muestra es simplemente impresionante.
Las intenciones del director son muy claras: el espectador debe de perseguir al personaje en cuerpo y alma para retratar una realidad y una verdad que no es lejana en ninguna medida a nuestra vida y además de eso, como lo es la misma y cruda realidad, el espectador debe de digerir la sensación de “sin sentido” que en casi todas ocasiones muestra La Vida en el día a día. Es un viaje por un sendero ya predestinado, y escrito en un tablero de juego, en donde encontramos a personas realizando acciones predestinadas por un patrón impuesto por la sociedad, por ellos mismos, por la vida que los rodea, por la televisión y por los juegos de videos, por la música pentagramada, por todo. Es una mirada que logramos descifrar gracias a los extensos planos secuencias que transmite un ritmo parejo mientras caminamos con aquellos personajes que en la primera media hora nos parecen conocidos. Hasta podríamos ponerles nombres nosotros mismos.
El personaje de Elias, retratando con su cámara de foto, así como Van Sant con su hermética cinematografía, la realidad. John respirando unos segundos en un salón vació y mirando el techo, llorando por la actitud (alcoholismo irresponsable) de su padre. Las chicas bulímicas en su conversación total y absolutamente prescindible en la vida y a la vez absolutamente importante para adolescentes como ellas tratando temas de amistad regidas no por el simple hecho de querer a alguien sino con el vigor y descaro de poseerlo como a un objeto. La pareja de chicos populares en la escuela cumpliendo su rol a cabalidad sin perder ningún milímetro de poder (llegando hasta agredir al que esté por su camino según un dialogo entre las chicas). Los maestros siendo puntos invulnerables, y secretarias embelesadas por su trabajo repetitivo. Entre muchos otros aspectos más de lo que la película puede explorar todo esto son muestras de realidades que uno podría encontrar tan sólo abriendo los ojos y respirando la atmósfera inconfundible del sello del director.
Como dije antes, Gus Van Sant es un carcelero al no dejar respirar al espectador con sus encuadres, que en un momento parecen dejar al personaje pero que al final es como si el destino obligara al personaje a seguir su camino. Desenfocando también el campo visual del personaje por momentos nos hace suponer el filtro que cada uno de nosotros llevamos en nuestros ojos desestabilizando y confundiendo la pura realidad. Van Sant es un maestro en el manejo de las escenas como si fuese el inventor de un Rompecabezas gigante en dónde nosotros mismo, actores de una propia realidad, somos las únicas piezas del juego. El juego: la vida con caminos trazados en el piso, jugadores: el ser humano. La escabrosa frialdad de los asesinos, jóvenes resentidos de la sociedad justa o injusta, depende por dónde se la mire, la equivocada visión de estos chicos que ni siquiera han tenido un contacto con el genero femenino como en aquella escena en dónde se bañan por última vez y uno de ellos le dice directamente que nunca ha besado a nadie en su vida y que como van a morir pues deciden en un segundo besarse desnudos mientras se bañan sin ser necesariamente homosexuales.
Una manera de ponernos a pensar no sólo en la vida misma, injusta muchas veces y otras muy justa, sino también en la forma de reaccionar frente a situaciones “normales”. Una lección para la vida.
Gus Van Sant es un director distinto, carcelero o tan sólo simplemente un ojo en la realidad que muchas veces pasamos por desapercibida sin notar y sin saber que está ahí. “Elephant” es una película completa e incompleta al mismo tiempo. Son 81’ minutos de seguimiento y observación. Una escuela en Estados Unidos está siendo observada por una cámara impecable, una cámara que sigue a personajes que se entrecruzan el uno con el otro, personajes que tratan de cumplir su rol de “soy normal”, o de “soy diferente y no tonto, ni estupido”. Una película que narra los acontecimientos anteriores a una masacre en el instituto Columbine por unos estudiantes “subordinados” por los demás. Esta historia es real y la frialdad con la que Van Sant nos lo muestra es simplemente impresionante.
Las intenciones del director son muy claras: el espectador debe de perseguir al personaje en cuerpo y alma para retratar una realidad y una verdad que no es lejana en ninguna medida a nuestra vida y además de eso, como lo es la misma y cruda realidad, el espectador debe de digerir la sensación de “sin sentido” que en casi todas ocasiones muestra La Vida en el día a día. Es un viaje por un sendero ya predestinado, y escrito en un tablero de juego, en donde encontramos a personas realizando acciones predestinadas por un patrón impuesto por la sociedad, por ellos mismos, por la vida que los rodea, por la televisión y por los juegos de videos, por la música pentagramada, por todo. Es una mirada que logramos descifrar gracias a los extensos planos secuencias que transmite un ritmo parejo mientras caminamos con aquellos personajes que en la primera media hora nos parecen conocidos. Hasta podríamos ponerles nombres nosotros mismos.
El personaje de Elias, retratando con su cámara de foto, así como Van Sant con su hermética cinematografía, la realidad. John respirando unos segundos en un salón vació y mirando el techo, llorando por la actitud (alcoholismo irresponsable) de su padre. Las chicas bulímicas en su conversación total y absolutamente prescindible en la vida y a la vez absolutamente importante para adolescentes como ellas tratando temas de amistad regidas no por el simple hecho de querer a alguien sino con el vigor y descaro de poseerlo como a un objeto. La pareja de chicos populares en la escuela cumpliendo su rol a cabalidad sin perder ningún milímetro de poder (llegando hasta agredir al que esté por su camino según un dialogo entre las chicas). Los maestros siendo puntos invulnerables, y secretarias embelesadas por su trabajo repetitivo. Entre muchos otros aspectos más de lo que la película puede explorar todo esto son muestras de realidades que uno podría encontrar tan sólo abriendo los ojos y respirando la atmósfera inconfundible del sello del director.
Como dije antes, Gus Van Sant es un carcelero al no dejar respirar al espectador con sus encuadres, que en un momento parecen dejar al personaje pero que al final es como si el destino obligara al personaje a seguir su camino. Desenfocando también el campo visual del personaje por momentos nos hace suponer el filtro que cada uno de nosotros llevamos en nuestros ojos desestabilizando y confundiendo la pura realidad. Van Sant es un maestro en el manejo de las escenas como si fuese el inventor de un Rompecabezas gigante en dónde nosotros mismo, actores de una propia realidad, somos las únicas piezas del juego. El juego: la vida con caminos trazados en el piso, jugadores: el ser humano. La escabrosa frialdad de los asesinos, jóvenes resentidos de la sociedad justa o injusta, depende por dónde se la mire, la equivocada visión de estos chicos que ni siquiera han tenido un contacto con el genero femenino como en aquella escena en dónde se bañan por última vez y uno de ellos le dice directamente que nunca ha besado a nadie en su vida y que como van a morir pues deciden en un segundo besarse desnudos mientras se bañan sin ser necesariamente homosexuales.
Una manera de ponernos a pensar no sólo en la vida misma, injusta muchas veces y otras muy justa, sino también en la forma de reaccionar frente a situaciones “normales”. Una lección para la vida.
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