El trágico y clásico romance entre la bella y la bestia es lo que representa la historia de King Kong, ese simio de dimensiones descomunales que casi se humaniza al enamorarse de una mujer.
Nueva York en los años treinta. Un director de cine (Jack Black) está al borde del fracaso, y decide emprender un viaje para filmar su película, luego de encontrar en el último momento a la actriz que necesitaba (Naomi Watts). Su embarcación, en la que también viaja el guionista (Adrien Brody), vehemente defensor y amante de Naomi Watts, arriba a una misteriosa isla, donde el tiempo se detuvo, y ahí se topan con nativos, plantas y animales prehistóricos y sobre todo con un gigantesco simio, quien tras ver de cerca a Naomi Watts se enternece, se emociona, se dulcifica, se enamora. Los humanos apresan al simio y lo llevan a la ciudad, donde lo exhiben como un espectáculo y pretenden usufructuarlo.
Peter Jackson dirige este King Kong, que es una especie de homenaje a la versión que en 1976 hizo John Guillermin, con Jessica Lange, ícono de la sensualidad y el erotismo en esos años, como estrella principal. Jackson no se distancia de la historia original, sino trata de enriquecerla, alimentándola con colosales efectos especiales y una poderosa dosis de espectacularidad.
Peter Jackson hace lo que aprendió en El señor de los anillos, es decir, inyecta a la película situaciones con un fuerte realce de la emoción y el dinamismo, la fuerza y el impacto, la velocidad y el espectáculo. Además divide la película en tres partes: un prefacio, que introduce al espectador en el clima de ese Nueva York de los años treinta y sirve para situarlo en la historia; una segunda parte, que es la llegada a la isla, el ataque de nativos, seres bestiales y la aparición de Kong, y una tercera, que es el episodio en la ciudad y que suscita más patetismo y conmoción a lo largo de las tres horas y media que dura la película.
King Kong no pretende ser el retrato de un ser incomprendido y desdichado, tampoco es la metáfora de un desplazado, ni es la representación de una sociedad obstinada y cruel. King Kong es el espectáculo de la pomposidad y la grandeza, hace gala de los rugidos y los manotazos del titánico simio, mantiene al espectador atento a cada nueva acción brusca, a cada grito, a cada nuevo terremoto que de pronto provoca Kong; y ése es el problema. King Kong no examina las atrocidades que una sociedad “civilizada” puede perpetrar; se conforma con el efectismo y las escenas de taquicardia, y no penetra en el lado humano, en la bestialidad cometida contra una bestia.
Naomi Watts es la estrella de la película, y encarna a la delicadeza, a la virtud, a la sensibilidad, y lo hace de un modo convincente. Temerosa al comienzo del daño que el feroz mono le puede hacer, termina agradecida y casi embelesada con sus gruesas caricias. Se deja tocar y se ríe, se enternece y goza, lo contempla, lo engríe, se recuesta a su lado, se siente complacida y cobijada por su gigantesca y voluminosa sombra; pero a fin de cuentas, y para desgracia de Kong, sabe que eso es temporal, que es pasajero, porque en este caso el tamaño sí importa.
De los momentos que ellos pasan juntos merece recordarse una escena, que está dividida en dos, y pertenece a las dos noches que pasan juntos, una en la isla y la otra en la ciudad: en la isla, ella, cautivada con el paisaje que Kong le muestra en el verdor del horizonte crepuscular, se toca el pecho como expresión de agradecimiento y ternura; y Kong, cuando están en la ciudad, y frente a la misma belleza del horizonte, esta vez urbano, repleto de edificios, ventanas y autopistas, hace lo mismo. Otro momento que suscita un suspiro entre los espectadores es la escena en la que ambos juegan y se regodean deslizándose en una superficie de hielo y son interrumpidos infeliz y dolorosamente por un balazo en el hombro de Kong.
Algo más que mencionar es el Kong creado por Jackson, que, de todos los creados anteriormente, éste es el que menos convence por su realismo. Pese a contar con sofisticada tecnología, este Kong se sabe falso, irreal, notoriamente fabricado por la habilidad de un técnico.
Peter Jackson, de este modo, acierta a su manera en la fabricación de su monumental criatura, que, en el fondo, es la recreación del mítico romance entre la bella y la bestia.
Por T.J.
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